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domingo, 13 de mayo de 2012

Pariendo mundos ( A Cata Ferrer: 28/06/1925- 20/12/2009, y en ella a todas las madres; publicado en La República 26/12/2009)


“Pinta tu aldea para pintar el mundo”. Pequeño mandato. Muy razonable, por cierto. Sólo en la pasión, sudor y lágrimas de la vivencia concreta se entiende cabalmente el concepto general. Pero, ¿cómo hacerlo cuando el centro de la vida en la aldea es el fallecimiento de la madre de uno? ¿Cómo no caer en la tentación de aburrir con insulsas generalidades o con anécdotas absolutamente personales? ¿Qué hay de universal en este, mi dolor aldeano?
Mi mamá falleció el domingo pasado. Lo hizo en paz y calma, apagándose tenuemente como una vela expuesta a la bocanada de aire suave y persistente. Era mi mamá única, intransferible, irrepetible. Uno de los centros de referencia de mi aldea. ¿Qué contenidos universales moraban en su legado vital?
Mi mamá creció votando a Herrera y culminó votando al Frente Amplio, básicamente por amor a su hijo, pero siendo al final de su vida tan firme y apasionada con la causa como pocos. La capacidad de abrirse a aprender o asimilar lo nuevo que brota desde el hijo es un valor universal, no mera anécdota y es claramente una de las razones por las que la izquierda es hoy, después de décadas de crecer desde el pie, la principal fuerza política del país.
Mi mamá, desde mis primeros recuerdos hasta los útlimos, bailaba cada vez que podía, ya fuera al ritmo de don Ernesto Lecuona o los grandes clásicos de los “Yacarepaguá”. Y apenas 12 horas antes de morir, cuando ya casi nada del mundo habitual le era conocido, mientras le cantaba suavemente en su oído “Na baixa do sapateiro”, abrió sus ojos, suspiró y me regaló una inolvidable sonrisa. En mi aldea nadie dictó cátedra sobre el sublime valor del arte, sobre la imprescindible literatura, el deleite del teatro, la magia del cine o sobre cómo la música puede en minutos cambiar una vida, moldear ánimos, promover creatividad, alegría o serenidad. La promoción más encendida de la cultura la ejerció mi mamá, con cada momento de su vida, sintiendo el arte, el valor del saber, el disfrute de lo sensible, y dejando escapar la alegría de vivir que le producía. El arte como imprescindible cita cotidiana de la belleza y la vida es una concepción netamente universal, que conocí en mi aldea.
Mi mamá pasó por media docena de operaciones, infartos, cáncer, fracturas y dolencias de todo tipo. Pero amó la vida hasta el último suspiro, nunca pensó siquiera en salirse de la cancha ni por un instante, en el entendido de que amar la vida era amar a sus hijos, a su esposo, a sus hermanas, a sus coterráneos. El amor a la vida no meramente hedonista, sino como ejercicio constante del sentido de comunidad, y de solidaridad efectiva y sin estridencias, es un valor completamente universal y un bien escaso en nuestros días.
Mi mamá hizo de la fuerza de voluntad un motor inextinguible. Era capaz de sobreponerse a dolores agudísimos por atender al otro, y para ella lo único imposible era no intentar. Nunca se cruzó de brazos ante lo que requería sacrificio y esfuerzo. Y era incondicional en el apoyo al esfuerzo ajeno e impermeable a la manipulación mediática. A alguna persona golpeada y caricaturizada por los medios, mi madre le dijo: “Yo sé muy bien quién eres”, la manera más inapelable de transmitir apoyo en las malas. Valor universal si los hay.
Mi mamá no figurará en ninguna lista de héroes o personajes célebres y ciertamente los valores universales que encarnó tienen menos atractivo televisivo que Ricardo Fort. Pero fue una de tantas indispensables madres de Uruguay paridor de futuros en el que por fin vivimos. No fue heroica, fue simplemente genuina, perseverante, valiente. Se inicia un nuevo período en mi país y mi mamá ya no estará para verlo. Pero es una de las tantas madres anónimas que lo hizo posible. No meramente por sus opciones electorales, sino, ante todo, por sus opciones de vida.
La sociedad que soñó mi mamá, Cata Ferrer, no es ninguna anécdota ni es manual para ilustrados, es esa sonrisa final ante la música y el constante esfuerzo de toda una vida. Es la sociedad libre, gozosa, perseverante, integrada, amante de la vida aún ante sus más duros embates. Habrá que seguir pariendo mundos que merezcan llamarse humanos y sean sustentables. Ese es el enorme desafío universal de la hora. Desde mi pequeña aldea, esa tarea colosal y lo muy poquito que para ella pueda aportar, estarán siempre guiadas por la amorosa y luminosa mirada de Cata Ferrer.

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